Naturaleza y ritualidad
Ernesto Lumbreras
Si
el ojo crítico en torno de la poesía mexicana rebasara el confort estético de
maravillarse solamente con los volcanes de la meseta del Anáhuac y, moviendo
sus mojoneras más allá del Cuautitlán mental de sus gustos e intereses
literarios, se toparía con otros paisajes —de otras altitudes y otros climas— que
merecen ser considerados objetos de estudio. ¿Por dónde empezar? Tal vez, la
ruta del sureste nos obsequie algunos avistamientos libres de los tópicos de la
exuberancia y las selvas vírgenes. En particular, la poesía escrita por autores
nacidos en Tabasco en la década de los sesenta puede tomarse como un enclave de
“furor y misterio” diría René Char. Esta generación supo asimilar y discernir
el legado monumental de los tres grandes, Carlos Pellicer, José Gorostiza y
José Carlos Becerra, a partir de una distancia y una revisión críticas que
pusieron a prueba la identidad y el estilo líricos de cada uno de los
exponentes.
Muy
especialmente el peso y la densidad del universo pelliceriano, íntimamente
relacionado con la naturaleza tabasqueña,
se presentaba —peligro y debacle
de muchos— como un modelo prestigiado digno de imitar. Los más cautos se
mantuvieron a la orilla de ese río, pródigo de imágenes y metáforas, caudaloso
de ritmos y sonoridades. Cada uno observó y estudió ese espectáculo de aguas.
Se miró en sus espejos rápidos y aprendió paulatinamente a reconocer su porción
de mundo. Entre las voces que destaco de esta promoción, poetas de registros
personalísimos, están Francisco Magaña (1961), Níger Madrigal (1962), Teodosio
García Ruiz (1964-2012), Jeremías Marquínes (1968) y Antonio Mestre-Dommar
(1969).
La
obra de Níger Madrigal tuvo su primera estación en 1991 tras la publicación de Amontonamientos. El título del libro ya sugiere el tono de
desenfado y juego de los poemas allí reunidos. Si bien tiene la impronta, “de
lo que diga el poeta” (Pellicer, dixit),
el impulso adánico de acumular “verdades de realidad” no es tan protagónico ni
inocente en su discurso; esos paisajes marítimos tienen la mancha de la
historia y del incivilizado progreso por lo que el poema se asume como un
estado de conciencia. En ese contexto,
el mar descrito es un mar vivido desde la memoria, suma de posesiones
corporales de un nadador que avanza entre las olas de un lenguaje atribulado y
líquido. Esta poética de habitar los objetos del poema tendrá en la siguiente
entrega, La blancura imantada (2000),
una mejor resolución y un inventario de percepciones más rico y sugestivo. Las
evocaciones y metáforas sobre el pozo de agua
—de grata presencia en la lírica de Nervo y López Velarde— funcionan en
estas páginas a manera de corredores que nos llevan a otro tiempo, el de la
infancia de manera especial: “porque en domingo era más fácil encontrar / el
diminuto ojo de agua que nos miraba / oscuramente desde nuestra sed.”
Aparecidas y ángeles se mezclan en los rituales cotidianos. Bajo la lluvia, la
existencia se torna irreal y frágil. ¿Todo es un comenzar desde una blancura
magnética? El que avanza por las calles y las plazas del poema es el único ser
verdadero, la única certeza de que estamos aquí, en tránsito y de manera
provisional. Extravíos, clarividencias, especulaciones. A cada paso que doy por los poemas de este
volumen me siento como dentro de un cuadro de Giorgio de Chirico, con
vegetación y sonidos de un trópico expectante y acechante de cada uno de mis
movimientos.
De manera tácita,
en Criatura de isla (2008), Níger
Madrigal pone mar de por medio al “paralelo de la poesía” tabasqueña y declara
sus filiaciones literarias como afectivas con la ínsula en forma de caimán:
Cuba. Si ya en su libro anterior un epígrafe lezamiano delataba tal querencia,
las líneas de Dulce María Loinaz y Virgilio Piñeira sirven ahora a modo de
salvoconducto para internarnos en una geografía sensorial amenazada por la vida
moderna. Los poemas en prosa y en verso del libro, con su meditado discurrir
narrativo, trazan un itinerario hacia zonas de la experiencia humana donde
todavía es posible un reconocimiento en el otro, no obstante los fracasos y
traiciones al interior de la tribu. En estos poemas, el tópico de la isla y la
utopía, no cede a la tentación mesiánica; se trata, en todo caso, de una
conversión de la isla misma, un zoomorfismo que conceda a este territorio un
cuerpo como un espíritu: “Soñamos por mucho tiempo / con la omnipresencia del animal como si fuera
un signo / en la constelación de una plática nocturna.”
En El cuerpo sitiado (2010) y Oscurana (2010)
las metamorfosis y las degradaciones del cuerpo enfermo colocan a nuestros
sentidos y a nuestra conciencia en un estado crítico. Otra dimensión del estar
y del ser. La enfermedad como un nuevo sistema para relacionarnos con el mundo.
En cierto modo, la poesía contiene, a veces como potencia o debilitamiento, un
enrarecimiento del entorno, una cima y un cisma de lo real, un vértigo y una
demora al momento de transcurrir nuestro tiempo de creaturas mortales. El
hospital y el quirófano adquieren entonces estatuto de templo y altar, portales
intemporales que transportan al enfermo hacia límites impensables, la muerte,
lo divino, la nada… Este tema apasionó a Paul Válery y Xavier Villaurrutia.
Finalmente, en el cuerpo humano transcurre la vida y la historia, el horror y
la belleza, el amor y la muerte, por más paradojas que invente la razón. Decía
al respecto el autor de El cementerio marino: “Algunas veces me parece
la razón ser la facultad de nuestra alma para no comprender nada de nuestro
cuerpo.” La indagatoria de Madrigal es menos especulativa y más entrañable. La
vejez o el estado de coma no se abordan en su escenario clínico. Como en Hospital
Británico del argentino Héctor Viel Temperley o Caza de la
venezolana María Auxiliadora Álvarez, la enfermedad o condición de ingravidez
se asumen como un reconocimiento del cuerpo mismo, un retorno al origen: “hay por todas partes nidos de sílabas tiernas / que mojan tus labios dentro
de una plática frutal.”
Desde
mi lectura, Oscurana es el libro más
pleno e intenso de Níger Madrigal. El tema cardinal y cordial es la ceguera del
padre, pero también, se alude y se entrecruza la del amigo, el poeta Teodosio
García Ruiz. Vía un aliento narrativo del texto, el poeta va construyendo el
territorio, el reino y el ámbito de Oscurana.
Se trata de una geografía poblada de sinestesias y de imágenes audaces. Se
trata de un acompañamiento, desde la compasión, a esa zona “donde el sol calla”
rotundamente. Cada uno de los fragmentos conserva su autonomía argumental y
lírica, pero al mismo tiempo, encadena su tensión con las otras piezas creando
un todo orgánico de innumerables conexiones. El poema no intenta suplantar la
visión del ciego con su trama analógica. Tampoco aspira a inventar una
mitología en torno a esta pérdida sensorial a la manera de H. G. Wells o
Ernesto Sábato en sus célebres relatos. En todo caso, la indagatoria de
Madrigal, libre del prurito literario y piadoso, discurre sobre el extravío y
ceguera del mismo lenguaje —palabras sitiadas entre dos
oscuridades— como una respuesta a su
incapacidad o insuficiencia en su decir:
De la tristeza os cura Ana en un lentísimo viaje de plumas que flotan en el
aire donde danza su cuerpo malabar. Os cura en Oscurana, con su palabra de
luciérnaga borracha escapando de sus mordidos labios. Os cura de la penumbra y
de sus vaguedades eternas y con su blanca mano os devuelve el azul del mar y el
cielo reunidos.
Finalmente, la última estancia que reúne la antología Tiempo religado nos presenta la propuesta más compleja y ambiciosa
del poeta nacido en Cárdenas Tabasco: Colección
de Portarretratos (2014). En este volumen, su autor hace coincidir y
debatir a sus dos grandes pasiones artísticas, la poesía y la pintura. En el
presente de la poesía mexicana tenemos varios casos de poetas-pintores que no
es lo mismo que poetas que pintan o pintores que escriben versos. Como artes
complementarias de una visión del mundo —y por qué no, también,
de una dicción—, autores como Francisco Magaña, León Plascencia Ñol o Kenia
Cano recorren la superficie del lienzo o del papel con el mismo rigor y
perplejidad con el que transitan el territorio —libreta o pantalla— que
habitará el poema. En el caso de Madrigal, y en especial en este volumen, el
autorretrato del pintor y los retratos de sus seres queridos, le sirven de
pretexto y contrapunto para abordar su propia genealogía, sus pérdidas
fraternas, su infancia pueblerina, el sueño y la vigilia de la madre, el
paisaje de la tierra nativa… Al dibujar nuestro propio rostro, línea a línea,
casi sin saberlo, estamos dibujando el mundo, dijo Borges.
El mito de Narciso relata la fascinación de un joven
por su bello rostro, reflejado en un “aparte” de una corriente; pero también
anota su tragedia fatal al caer al agua y perecer en esa superficie engañosa.
Detener el tiempo, contenerlo “con falsos silogismos de colores” en una tela o
un papel es una acción contra natura. El poeta y el pintor están en permanente
guerra contra el tiempo. El poema, decía Octavio Paz, es una sucesión presente.
En la galería de retratos de Níger Madrigal, como en Las meninas de Velázquez, vemos los rostros de sus modelos y al
mismo artista pintando cada uno de los cuadros que los contiene.
Fatal e inevitablemente el poema es escrito por una
persona, una conciencia solitaria y una sensibilidad ensimismada; sin embargo,
la poesía es tiempo religado, red que
conecta las múltiples soledades con ese ente verbal que nos dice y nos calla
verdades apenas presentidas, atisbos de una belleza a punto de
desaparecer.
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